MEMORABILIA
La mayoría de nosotros no tenemos más de cinco o seis personas que
nos recuerdan. Los maestros tienen miles de personas que les recuerdan
por el resto de sus vidas.
Andy Rooney.
Hay un señor muy señorial que vive en el barrio donde se crió mi padre: Jacinto Vera. Se llama Fernando Mañé Garzón, pero digámosle Mañé, que es como lo conocen sus alumnos. Ese señor es uno de esos que nace y vive cada tanto, que rompen moldes y que además cuesta describir, pues tuvo y tiene la sencilla costumbre de hacer de todo lo que tenga que ver con la curiosidad humana. Escribe, discute, dicta, analiza, critica, reflexiona, polemiza, indaga… Es imposible juntar todos los verbos necesarios para explicarle a alguien que no lo conozca cómo es ese monumento de carne humana. Pues es Mañé como aquel abuelo que todos tuvimos y que siempre nos traía una catarata de anécdotas imperdibles para escuchar acurrucados detrás de un farol, escuchando el murmullo del mar y arropados con el aroma de una torta frita debajo del quincho una noche tormentosa de verano.
Cuando se está al lado de Mañé, uno tiene la sensación de estar frente a alguien único y el tiempo a su lado parece siempre un privilegio. Cuando alguien me cuenta una historia de él yo traigo a la conversación las mías. Somos incontables los uruguayos que lo hemos disfrutado más de una vez y que hemos releído una joya de la literatura testimonial uruguaya, su Memorabilia. Contaré algunas, pues quiero también que todos los que reciban este escrito recuerden las suyas. Seguro en más de una coincidimos. Todos tenemos nuestras Memorabilias con el Profe Mañé: que pasaba visita por la sala con un bonnet, que siempre tenía la última palabra en los ateneos, que el Profe siempre decía esto o aquello, que no se perdía un ateneo, que atendió al hijo de aquel y a la hija de aquella…
La primera vez que vi a Mañé, fue como paciente. Una tarde soleada de otoño mi madre me llevó a Jacinto Vera para que me evaluara un bulto debajo del pezón que me dolía. En aquella casona me hicieron esperar en la antesala que recuerdo enorme (como todo lo de nuestra niñez) y acto seguido un señor canoso, de lentes redondos y detrás de una nariz de águila enorme me saludaba. Detrás de su escritorio y tras revisarme completo le dijo a mi madre que lo que tenía era una glándula mamaria agrandada pues estaba por pegar el estirón.
- El estirón? – preguntó mi madre curiosa que ya andaba desilusionada de ver que yo pasaba de los últimos lugares de la fila en la escuela a los primeros y que no preveía que fuera tan alto como su ..
- Si señora, ¡este muchachito será como esa puerta de alto! – predijo mientras señalaba el techo de un portalón de
Fue el primer médico que le advirtió a mi madre que su hijo tenía condiciones natas para andar encorvado durante la adolescencia tratando de disimular la altura, como solemos sufrir los que andamos cerca de los dos metros….A la salida, y abandonando la sala con olor de roble, me topé con dos o tres niños de mi edad (que por deducción mi madre aclaró que eran los nietos del doctor) que cruzaron de una sala a la otra muy prolijos, secundados por una señora que sostenía una bandeja de plata (supuso mi madre también) con la tetera enorme. De estos detalles no me olvidé, pues todo el entorno fue único, como haber visitado un lugar encantado.
El mañana se hizo ayer y ya con mi vocación inmersa en la calle General Flores, caminando por un pasillo del subsuelo de Facultad, di con un curso de Historia de la Medicina, que duraría un año entero y que tenía entrada libre a todo el que quisiera. Así pasé todas las noches de los miércoles de aquel año (2004 creo) visitando el salón del subsuelo, en donde una veintena de estudiantes de todas las edades y colores escuchábamos las disertaciones de Mañé. Aquel hombre de etiqueta y moña impecable se aparecía con sus hojas de apuntes, algo cabizbajo y con pasos cortos dirigidos a un escritorio -o púlpito- desde donde nos bendecía con sus historias. Y un mundo tras otro se fueron pintando delante nuestro. Mañé, con sus pícaras notas, iba viajando de una historia a la otra, de un idioma al otro (¿cuál quieren? francés, alemán, inglés, ¿latín?) con un tono medido que obligaba al silencio del auditorio.
Siempre tenía un rato posterior a las clases para aclarar dudas o intercambiar historias y puntos de vista con sus alumnos. Y aunque en aquel entonces estaba seguro de que dedicaría mi especialidad a la cirugía (falsas seguridades de aquellos años) no había forma de que Mañé no mechara en sus discursos anécdotas pediátricas. Así me topé con: ¡qué insisten con el hierro en gotas para prevenir la anemia del lactante! ¡lo que hay que darles son morcillas! Lo mismo para la oxiuriasis… ¡Lo que hay que hacer es limpiarles el culo y sanseacabó! Me quedé asombrado cuando disertó sobre su teoría de la bipolaridad de nuestro prócer Artigas. “Su primer ataque maníaco fue durante la juventud, cuando se fue a vivir a las tolderías indígienas y la segunda con la Revolución Oriental. Luego terminó en el Paraguay deprimido…” Siempre lo ví a Mañé muy parecido al retrato de aquel derrotado y traicionado prócer debajo del timbó en aquellas tierras coloradas. ¿Será que a mi manera siempre vi en Mañé a un prócer?
Después lo seguí viendo y escuchando. Lo que no sabe él es que yo sin quererlo lo buscaba. ¿Cómo no buscar a una fuente de sabiduría? Entonces cada tanto me releía sus escritos para refrescar lo aprendido. Recomendaba a mis amigos sus libros, Memorabilia o Clínica Viva por ejemplo, que deberían ser lecturas obligadas para cualquier médico que se precie de tal. Hurgar en sus páginas logra que nos sumerjamos en el Uruguay que fue y en el que estamos, en las raíces propias de nuestra medicina, de nuestra pediatría. De nuestra sociedad toda. Sus letras son sabia fresca para aprender a tener sentido común y abandonar la exageración médica presente en todos lados.
Leer el Sindrome Lepedí Lopasé por él escrito, que no tiene una letra de más ni de menos para aprender lo que no hay que hacer con nuestros pacientes ni nuestros hospitales.
La última vez que lo vi fue una noche lluviosa. Yo venía navegando en una camioneta por la ciudad y al pasar por enfrente de Facultad, delante del quiosco, vimos su silueta, de gorra, gabardina y bastón, contra el cordón. Frené al reconocerlo y bajé para preguntarle si quería que lo lleva, ya que ningún taxi le paraba.
- Usted anda en auto? le preguntó
- Sí, Profe
- ¿En qué auto?
Y le señalé a la camioneta de mis viejos y entonces ahí el respondió
-¡Ah bueno, entonces sí voy!- Y subió.
A los 10 minutos lo dejaba en aquella puerta rodeada de árboles centenarios por los que 20 años yo caminara con mi madre para tener un diagnóstico. No pude con mi genio y le pregunté:
-¿Profe, ud cuantos años tiene?
- Ah! Muchísimos!!- Y retumbó la puerta del coche
Yo seguí camino pensando en aquel hombre encorvado que acababa de bajar y que representaba todo un pedazo de la intelectualidad de mi país. Un personaje del que cuesta disecar lo real, de lo fabuloso. Que estudió en Francia, que dio charlas por muchas Sociedades científicas de acá y de allá, que escribió muchísimos libros y publicó decenas de artículos, que descubrió especies de vertebrados pues fue Profesor de Ciencias Biológicas, que es bisnieto de un general de la patria, que sus apellidos se buscan también en el nomenclátor citadino, que anduvo por donde quiso, que es parte de una saga de intelectuales uruguayos independientes, que sabe lo que nadie nunca supo de Medicina, Antropología, Pediatría, Ciencias, Filosofía, Humanismo. y tantos etcéteras. Porque Mañé es de esos tipos que no se encasillan porque ni ellos mismos lo hacen pues su curiosidad sinfín los desborda y los hacen también primeros enemigos de la mediocridad y paladines de la excelencia. Porque es también Mañé parte de nosotros y siempre lo será. Como Morquio, como Caldeyro Barcia. Ojalá las sagas y ese tipo de linajes continúen.
Desde aquel tiempo de Facultad, Mañé siempre viajó conmigo. Omnipresente. Hoy también con mi hija. Motiva este inacabado intento de semblanza la crianza de mi niña. El otro día Matilde supo imitar un gesto mío, mientras estaba petrificado en su mirada. Enseguida recordé a Mañé. Aquella otra noche, el Profe me citó a su despacho para darme un libro prestado de cirugía de guerra. Era tarde y pocos pasos se escuchaban por facultad. Entrando a la izquierda en su recoveco de estudio, me topé con un escritorio que parecía destinado a morir sepultado tras las 3 enormes bibliotecas que lo circundaban, repletas de atrapapalabras. En el centro de una de las paredes había una gran foto que mostraba de perfil, hacia la derecha a Mañé, y del otro a un lactante. Ambos se sacaban la lengua, burlones.
- Qué preciosa foto- dije… -¿Su nieto?
- No, no- aclaro. -Ese es un paciente mío. Y lo que muestra la preciosa foto es el signo de
Se ve que Mañé se percató de mi cara extrañada, pues enseguida prosiguió.
- No es fácil de encontrarlo pues hay que tener paciencia con el niño, cosa que pocos tienen hoy en día. ¡Pero si imita tu gesto, eso indica indemnidad neurológica!
Escribo estas líneas con Matilde durmiendo a mis pies. Escucho el mar, escucho los silencios de mi tierra. Mañé me habla. Y yo le agradezco por acompañarme siempre.
¡Salú profesor!
Sebastián
22 de marzo del 2016
Signo de Meltzoff AN